Pensé mil formas de comenzar este escrito.
Con una mentira, con un cuento, con una descripción.
Finalmente me di cuenta de que el mejor homenaje es el más simple. Como él.
No podríamos entrevistarlo. No. Venía de Montevideo, cansado. Y claro, mil entrevistas, a todos.
García Marquéz diría que uno responde siempre lo mismo, y termina por inventar nuevas formas de decir las cosas… pues casi nunca llega un entrevistador a la altura de uno como para desestructurar al entrevistado y elevarlo de las preguntas ya armadas que conllevan respuestas iguales.
Entonces, nos conformamos con escucharlo y grabarlo… y verlo, verlo en esa falsa cercanía que alegremente nos miente en ocasiones como esta.
Fue el broche dorado de un evento lamentablemente poco difundido, paradoja (¿incomprensible?) de la Facultad de Periodismo, y él me dejó boquiabierta como pocas veces antes.
Leo y creo que sólo las palabras escritas pueden transmitirme eso… esa pasión, esa simplicidad, ese amor por la escritura misma. Pero hoy, él, me demostró lo contrario.
Sentado entre tantos nombres de peso aparentemente comparable al suyo, al menos dentro del mundo increíblemente cerrado que es nuestra casa de estudios (otra vez la paradoja), él era un gigante.
Un gigante, si. Como su amigo, el monstruo que era un gigante.
Y lo fue por esa humildad, no de quién reniega de lo que ha hecho, sino de aquel que sabe que lo pasado es historia, inolvidable si, pero ya menos relevante, pues lo que verdaderamente importa es el presente y lo que hagamos por cambiar el futuro.
Un gigante que entró a la Sala Auditorio que lo recibió para otorgarle un premio nombrado como otro gigante, con un estallido de aplausos. Y él simplemente sonrió cálidamente, como mejor le sale, y aplaudió también.
Un gigante que, sentado a la mesa con el sol en la cara, observó a las decenas de jóvenes que lo contemplaban desde afuera del edificio a través de los ventanales, y susurro al oído de Tristán Bauer, fascinado: “miralos, apostados como en una cancha de futbol, asomados tras el sol y mirando por la ventana”. Construcción que de tan simple era poética.
Un gigante que pidió permiso (¡!) para “cometer un imperdonable acto de mala educación” y rogar que no se leyera su biografía.
La ciudad de La Plata lo había nombrado huésped ilustre y, con la ordenanza leída al inicio del acto, toda esa avalancha de información llovió sobre el público que no necesitaba oírla, pues ya la conocíamos de sobra y él, no sé si lo sabía, porque su argumento fue más personal y, como yo presentía (¿o deseaba?), narrado… pues empiezo a vislumbrar aquello que me maravilla… las descripciones y comparaciones que terminan por permitirme comprender el mundo en el que vivo a través de la forma más sencillamente compleja posible: la palabra.
Entonces comparó la sensación que tiene cada vez que oye que hablan de él “con una viuda que, según contó Chaplin en su autobiografía, fue con su hijito al cementerio adonde iban a enterrar a su difunto marido y ella escuchó los elogios fúnebres y le dijo al hijo: “vamos nene que nos equivocamos de muerto”.
Las risas y los aplausos fueron, una vez más, de agradecimiento y distinción frente a una humildad que tan sólo (¿tan sólo?) inspira un respeto atroz.
Pero no ese respeto de quién teme o desea conservar intacto a alguien… sino aquel que le tenemos a los abuelos, quienes a la vez que nos enternecen por su fragilidad, nos dejan sin aliento cuando nos demuestran que realmente tienen tantos años como aparentan pero que han vivido cosas que sólo les han costado vida.
Y él, como mi abuelo, sentado allí nos contó un cuento.
Y fue vivir en carne propia la experiencia de oír en directo a un verdadero cuenta cuentos. Uno que, al igual que en ese pasado lejano e incomprensible que nos significa la Edad Media en el que “las gentes sabían de su pasado a través de los cuentos, explicaban su presente contándose cuentos y predecían su futuro con cuentos”, tuvo “el mejor lugar de la casa junto al fuego” para, cálidamente, aspirar a que conozcamos algo más de Rodolfo Walsh, a quién también admiramos, pero poco conocemos.
“Quiero recordar algo que me contó el sultán de Persia. Me lo contó hace mil años pero era una historia tan buena que nunca la olvidé.
El sultán me contó que él no conocía las berenjenas. Nunca había probado ninguna berenjena y alguien trajo esa novedad y entonces él se hizo servir berenjenas aderezadas con unas hierbas del Nilo y otras maravillas y le encantó y dijo “que rico, que rico”.
Y en seguida el poeta de la corte exaltó las virtudes de la berenjena, que tanto bien hacen a la boca y que en el lecho operan prodigios. Porque para las proezas del amor, decía el poeta de la corte, la berenjena es mejor que el polvo del diente de tigre o el cuerno rallado de rinoceronte.
Y siguió comiendo el sultán, dos bocados, tres… y al cuarto ya no tenía la misma opinión y dijo “que porquería”.
Y de inmediato, el poeta de la corte maldijo a la berenjena y dijo que, en efecto, la berenjena castigaba el estómago y además llenaba las cabezas de malos pensamientos y empujaba a los hombres virtuosos a los abismos del delirio, la locura y la perdición.
Y entonces uno de estos personajes así, de mala leche, que nunca faltan, se acercó y le susurró, bajito le dijo: “oíme poeta, pero hace unos minutos enviaste a la berenjena al paraíso y ahora la estás arrojando al infierno”.
Y el poeta dijo: “es que yo soy cortesano del sultán, no soy cortesano de la berenjena.
Y estos premios que nos reúnen hoy en esta hermosa jornada, son premios que llevan el mejor de los nombres posibles, pues llevan el nombre de un poeta que no fue cortesano de ningún sultán”.
Y así y allí se unieron perfectamente.
El poeta que no fue cortesano de ningún sultán y el sentí pensante; ambos enormes personajes a quienes estoy y estaré profundamente agradecida siempre.
Y a Eduardo Galeano en particular, pues hoy me ha devuelto la alegría. El verlo y oírlo hablar de él y de Walsh me recordaron que se pueden vivir cosas terribles sin dejar nunca de ser uno.
Hace un mes que no escribo… hace un mes que no soy yo.
Hoy, gracias, porque pude sentarme con el corazón galopando en mi pecho y permitir a mis dedos narrar esto y desear seguir escribiendo.
Mis palabras son mínimas, lo sé, pero aspiran a convertirse en ese oficio terrestre de todos los posibles, que describió Walsh y llevó adelante junto a Galeano y a tantos otros…
Estas letras que aún no son nada buscan, junto a su autora, alcanzar algún día la categoría jamás mejor conceptualizada de violentas, como dijo Rodolfo Walsh: ese violento oficio de escribir.
Con una mentira, con un cuento, con una descripción.
Finalmente me di cuenta de que el mejor homenaje es el más simple. Como él.
No podríamos entrevistarlo. No. Venía de Montevideo, cansado. Y claro, mil entrevistas, a todos.
García Marquéz diría que uno responde siempre lo mismo, y termina por inventar nuevas formas de decir las cosas… pues casi nunca llega un entrevistador a la altura de uno como para desestructurar al entrevistado y elevarlo de las preguntas ya armadas que conllevan respuestas iguales.
Entonces, nos conformamos con escucharlo y grabarlo… y verlo, verlo en esa falsa cercanía que alegremente nos miente en ocasiones como esta.
Fue el broche dorado de un evento lamentablemente poco difundido, paradoja (¿incomprensible?) de la Facultad de Periodismo, y él me dejó boquiabierta como pocas veces antes.
Leo y creo que sólo las palabras escritas pueden transmitirme eso… esa pasión, esa simplicidad, ese amor por la escritura misma. Pero hoy, él, me demostró lo contrario.
Sentado entre tantos nombres de peso aparentemente comparable al suyo, al menos dentro del mundo increíblemente cerrado que es nuestra casa de estudios (otra vez la paradoja), él era un gigante.
Un gigante, si. Como su amigo, el monstruo que era un gigante.
Y lo fue por esa humildad, no de quién reniega de lo que ha hecho, sino de aquel que sabe que lo pasado es historia, inolvidable si, pero ya menos relevante, pues lo que verdaderamente importa es el presente y lo que hagamos por cambiar el futuro.
Un gigante que entró a la Sala Auditorio que lo recibió para otorgarle un premio nombrado como otro gigante, con un estallido de aplausos. Y él simplemente sonrió cálidamente, como mejor le sale, y aplaudió también.
Un gigante que, sentado a la mesa con el sol en la cara, observó a las decenas de jóvenes que lo contemplaban desde afuera del edificio a través de los ventanales, y susurro al oído de Tristán Bauer, fascinado: “miralos, apostados como en una cancha de futbol, asomados tras el sol y mirando por la ventana”. Construcción que de tan simple era poética.
Un gigante que pidió permiso (¡!) para “cometer un imperdonable acto de mala educación” y rogar que no se leyera su biografía.
La ciudad de La Plata lo había nombrado huésped ilustre y, con la ordenanza leída al inicio del acto, toda esa avalancha de información llovió sobre el público que no necesitaba oírla, pues ya la conocíamos de sobra y él, no sé si lo sabía, porque su argumento fue más personal y, como yo presentía (¿o deseaba?), narrado… pues empiezo a vislumbrar aquello que me maravilla… las descripciones y comparaciones que terminan por permitirme comprender el mundo en el que vivo a través de la forma más sencillamente compleja posible: la palabra.
Entonces comparó la sensación que tiene cada vez que oye que hablan de él “con una viuda que, según contó Chaplin en su autobiografía, fue con su hijito al cementerio adonde iban a enterrar a su difunto marido y ella escuchó los elogios fúnebres y le dijo al hijo: “vamos nene que nos equivocamos de muerto”.
Las risas y los aplausos fueron, una vez más, de agradecimiento y distinción frente a una humildad que tan sólo (¿tan sólo?) inspira un respeto atroz.
Pero no ese respeto de quién teme o desea conservar intacto a alguien… sino aquel que le tenemos a los abuelos, quienes a la vez que nos enternecen por su fragilidad, nos dejan sin aliento cuando nos demuestran que realmente tienen tantos años como aparentan pero que han vivido cosas que sólo les han costado vida.
Y él, como mi abuelo, sentado allí nos contó un cuento.
Y fue vivir en carne propia la experiencia de oír en directo a un verdadero cuenta cuentos. Uno que, al igual que en ese pasado lejano e incomprensible que nos significa la Edad Media en el que “las gentes sabían de su pasado a través de los cuentos, explicaban su presente contándose cuentos y predecían su futuro con cuentos”, tuvo “el mejor lugar de la casa junto al fuego” para, cálidamente, aspirar a que conozcamos algo más de Rodolfo Walsh, a quién también admiramos, pero poco conocemos.
“Quiero recordar algo que me contó el sultán de Persia. Me lo contó hace mil años pero era una historia tan buena que nunca la olvidé.
El sultán me contó que él no conocía las berenjenas. Nunca había probado ninguna berenjena y alguien trajo esa novedad y entonces él se hizo servir berenjenas aderezadas con unas hierbas del Nilo y otras maravillas y le encantó y dijo “que rico, que rico”.
Y en seguida el poeta de la corte exaltó las virtudes de la berenjena, que tanto bien hacen a la boca y que en el lecho operan prodigios. Porque para las proezas del amor, decía el poeta de la corte, la berenjena es mejor que el polvo del diente de tigre o el cuerno rallado de rinoceronte.
Y siguió comiendo el sultán, dos bocados, tres… y al cuarto ya no tenía la misma opinión y dijo “que porquería”.
Y de inmediato, el poeta de la corte maldijo a la berenjena y dijo que, en efecto, la berenjena castigaba el estómago y además llenaba las cabezas de malos pensamientos y empujaba a los hombres virtuosos a los abismos del delirio, la locura y la perdición.
Y entonces uno de estos personajes así, de mala leche, que nunca faltan, se acercó y le susurró, bajito le dijo: “oíme poeta, pero hace unos minutos enviaste a la berenjena al paraíso y ahora la estás arrojando al infierno”.
Y el poeta dijo: “es que yo soy cortesano del sultán, no soy cortesano de la berenjena.
Y estos premios que nos reúnen hoy en esta hermosa jornada, son premios que llevan el mejor de los nombres posibles, pues llevan el nombre de un poeta que no fue cortesano de ningún sultán”.
Y así y allí se unieron perfectamente.
El poeta que no fue cortesano de ningún sultán y el sentí pensante; ambos enormes personajes a quienes estoy y estaré profundamente agradecida siempre.
Y a Eduardo Galeano en particular, pues hoy me ha devuelto la alegría. El verlo y oírlo hablar de él y de Walsh me recordaron que se pueden vivir cosas terribles sin dejar nunca de ser uno.
Hace un mes que no escribo… hace un mes que no soy yo.
Hoy, gracias, porque pude sentarme con el corazón galopando en mi pecho y permitir a mis dedos narrar esto y desear seguir escribiendo.
Mis palabras son mínimas, lo sé, pero aspiran a convertirse en ese oficio terrestre de todos los posibles, que describió Walsh y llevó adelante junto a Galeano y a tantos otros…
Estas letras que aún no son nada buscan, junto a su autora, alcanzar algún día la categoría jamás mejor conceptualizada de violentas, como dijo Rodolfo Walsh: ese violento oficio de escribir.