Cielito tenía en quien confiar, Hermes
Cada noche suena el timbre.
Getsemaní abre la puerta, cubierta con el camisón ya gris de todos los días, y sonríe.
La expresión automática no puede ocultar un destello de pequeñas lágrimas en sus ojos ojerosos.
Sonríe y toma el abrigo. Sonríe y huele el humo y las flores. Sonríe y se alcoholiza al inspirar el destilado. Sonríe y observa la sonrisa forzada de morder hielo seco. Sonríe y se deja besar, manosear, penetrar. Sonríe y se deja dejar.
Getsemaní duerme. Los tangos que se repiten insistentemente la arrullan durante todo el día, todos los días.
Getsemaní duerme en el cemento, desnuda y cansada. Duerme y el timbre suena. Una lágrima amenaza con quebrar su vida. El destello puede verse al borde de la realidad. Se contiene, sonríe mecánicamente y abre la puerta.
Durante la noche se deja reinventar. Es fantasía y verdad, rubia o colorada, reina y puta. Nunca ella, ni siquiera lo cuestiona.
Con las primeras luces se acuesta, desnuda y cansada.
Getsemaní duerme, y sueña (sólo entonces es libre). Sueña con el momento glorioso en el que todo cambie y finalmente suene el timbre, abra la puerta y sonría y tome el abrigo, sonría y huela el humo y las flores, sonría y se deje dejar.