miércoles, marzo 16, 2011

De sueños ajenos

En la cabecera de la mesa está sentada la primera jovencita con quien hice el amor. Recuerdo el momento. No éramos el uno para el otro, no seríamos el amor de la vida del otro, simplemente disfrutábamos del tiempo juntos, aunque eso sólo era besarnos todo el tiempo.

Ella no vivía en La Plata, y venía de vacaciones dos veces por año antes de conocerme. Durante el corto periodo que duramos nos vimos cada dos meses.

Esa vez en particular alquilé un monoambiente no exactamente lindo, cerca de Plaza Italia. Dulce quedó deslumbrada. Lo vi en sus ojos en el momento mismo en el que cruzó la puerta y vio los pétalos rojos regados por el cuarto, guiando con bombones de chocolate el camino hasta la cama rodeada de velas.

Sólo mi cabeza de ese entonces sabe porqué hice semejante cosa. Ya no recuerdo si fue excelente, bueno o regular, aunque sospecho que, sin un marco de referencia, debo de haber dejado la experiencia helada en algún rinconcito de mi cerebro. Ahora poco importa ya.

La dejé cuando empecé a enamorarme de Clarita. ¡Qué buena estaba Clarita! Comparada con Dulce, de 17 años, tímida y virginal tanto en la teoría como en la práctica, Clara era Pamela Anderson para mí. Pero disfrutó, como creo que suelen disfrutar algunas mujeres, diciéndome que no, ni ahí.

Estel era quien me había intentado acercar a ella, “engancharnos”. No sé cuánto esfuerzo puso en la tarea, especialmente conociendo los eventos siguientes, pero el resultado no fue positivo para mí.

Clara es la segunda y fuma con desdén, dos cosas que siempre ha hecho: fumar y ser desdeñosa en general y especialmente conmigo. Al menos durante el tiempo en el que sostuvo su posición de no-darme-pelota.

Tiempo después, y dejada llevar por la emoción de estudiar psicología, se empeñó en explicarle a Estel acerca de ese período en el que los niños advierten la presencia de las cosas a su alrededor en la medida en que alguien más las posee.

Lo único que ha llegado hasta mi de esa noción es algo así como el “deseo deseado”. Según eso, Clarita empezó a quererme el día en el que Estel se apropió de mí. Qué ganas de complicarnos la adolescente existencia.

Supongo que no debería ni siquiera ocupar un lugar como comensal, ya que jamás probó la carne de mi cuerpo, pero a pesar de lo que yo crea, ahí está, totalmente complacida por la situación.

La tercera, que me mira a punto de llevarse la copa con cerveza a la boca, es esa amiga con la que me acosté, la primera después de Estel, Micaela.

Ella se estaba enamorando de mí, o al menos eso se cansaron de decirme.

El momento no fue nada romántico. Cuando le conté a Estel, empezó a reírse, como solía hacer cuando le hablaba en serio de otras mujeres, para después ponerse seria ella y dedicarme una bellísima puteada por descuidado.

Nunca había sentido miedo hasta ese momento. De ninguna forma estaba preparado, y mucho menos con ella, y aún menos por culpa de la fatal mezcla entre las urgencias de mi cuerpo abandonado desde hacía tanto tiempo y buena marihuana fumada en exceso y sin control.

Eventualmente, y como casi siempre, Estel tuvo la razón y debí hablar con Micaela, “aclarar” las cosas.

La cuarta es Patricia, y vino justo detrás de Micaela, más o menos en las mismas circunstancias y con consecuencias parecidas, con el delicado agregado de que todos pertenecíamos –pertenecemos- al mismo grupo de amigos. La rivalidad fue obvia e instantánea. Peor aún, para mí era casi como un déjà vu apurado y de mal gusto.

Por suerte, si algo aprendí después de cinco años con Estel, es a desprenderme de cualquier problema en potencia.

Quinta se sentó Manuela. Pelirroja increíble aunque completamente frágil e inocente.

Era un borrador más agradable del único amor que he conocido hasta hoy. En los meses que estuvimos juntos viajó a tres países europeos diferentes. Londres era su amor, estudiaba Filosofía y Letras en la UBA, y hablaba francés hermosamente.

Tenía dos gatos que me complicaban la vida cada vez que deseaba dormir en su casa, René y Magritte. Despertarme ahí era luchar contra mi alergia. Ella se divertía diciendo que era (ahora me divierte lo repetitivo de esto en mis mujeres) una barrera psicológica para no comprometerme.

La dejé al mes siguiente del cumpleaños de Estel porque cuando fui a saludarla, me enteré de que estaban haciendo el mismo curso con el mismo escritor en la misma ciudad y con idénticos resultados.

La dejé antes de que repitiera la historia de su doppelgänger.

Mariana es la actual y tristemente no me interesa describirla.

Hace tres meses, en un bar de mala muerte de esos en los que suelo terminar, crucé miradas como tantas veces antes con Estel.

Ella la que no sale, la que no se viste, la que no levanta, la que no baila, la que no vive de noche estaba ahí, y me vio, y sonrió como sólo ella sabe y el resto fue historia repetida.

Yo necesitaba esa última vez en su cuerpo, y los dos entendimos en el café del mediodía siguiente que ya no había en nosotros todo lo que alguna vez hubo con tanta fuerza.

Y aún luego de eso, detrás de la mesa, la única parada, la única a la que las demás no ven, es ella. Yo me siento juzgado, y ella controla la situación, pero nuestro enlace de miradas es de complicidad, jamás de rencor.

Increíble que no pueda dejar de contarle este sueño, y que sea lo único que me salga contarle la única vez que vuelvo a verla. Una perversa forma de hacerle saber que nadie estará jamás a su altura. Qué manera de otorgarle poder también sobre mi consciente.

Ella se dedicó a las palabras, esas mentiras útiles que tanto siempre le han servido para vivir en ese maldito aleph que ha llegado a ser su cabeza, pero que poco contacto tiene con la realidad que vivimos los mortales.

Yo, desde luego, estudié Psicología.