“Tú, que eres uno y eres muchos hombres”
Esto ocurrió tal cual lo remito. Las lentas horas transitaban calmas en su eterno paso, pero Juliana no podía dormirse. Intentó todo por sumir su mente en la tranquilidad e internarse en los vertiginosos pasillos del ensueño. Le habían recomendado (entre tantas otras medidas) leer hasta que a los ojos les costara vislumbrar los detalles; así conoció a Caronte, Virgilio y Beatriz en una noche y a Sherezade en otras, pero sin resultado evidente.
Encontró un compañero por aquellos días que le seguía el insomnio al menos de noche –que es cuando importa-. Le enseñó a jugar ajedrez. Se sumían noches enteras en un infinito partido inconcluso. Pero ella seguía sin dormir.
Por las mañanas, cuando él finalmente caía rendido, preparaba el mate, ese con las armas de la banda oriental que había recibido como herencia, y se sentaba en el sofá. Cierto día entre sus pensamientos recordó –si tal cosa es posible- la voz de alguien diciéndole que dormir es distraerse del mundo. Esa reflexión la tranquilizó: hacía meses que nada lograba distraerla.
De allí en más, fue invadiéndola una pesadez física cada vez más fuerte, sólo equiparable a la liviandad con la que su mente recorría inagotable e interminablemente el universo completo.
La lucidez frente a aquello que acontecía delante de sus ojos, en lo que ella no distinguía pero era el presente, se difuminaba en imágenes superpuestas de otras vidas, lugares y tiempos. Sus conocimientos se acrecentaban con cada segundo, no así su comprensión.
Al principio la consumía el vértigo. De una sola vez veía y sentía –es decir, conocía- el odio inconmensurable de una mujer hacia el causante de la muerte de su padre; la repulsión de un puñado de letrados por un monstruo demagogo de retórica (i)reprochable; lo intolerable de la realidad absoluta cuando es imposible olvidarla o desestimarla; el profundo amor de un creador por su obra, así sea esta inmaterial, indestructible, onírica, o meramente inexistente; la desesperación por intentar asir las palabras de un libro infinito; el placer de lograr describir lo indescriptible; el dolor de la lucidez.
Con el tiempo asimilará cómo cada sensación es siempre igual en sí misma, no importa qué la provoque ni quién la sienta.
Decidió escribir tanto como su constante experimentar mental le permitiera, transcribiendo lo más fielmente que le fuera posible todo cuanto conocía.
Se encerró, aún más.
Comenzó la historia –que no tiene comienzo verdadero- de Proteo, un señor que escribe. Él se jacta sólo de haber escrito uno o dos versos válidos, y de conocer la estética exacta de su paraíso: una biblioteca circular casi infinita, que contiene todo el conocimiento que ha sido alcanzado por la humanidad.
Proteo, en una vida, descubrió al verdadero autor del Quijote; en la siguiente, es el escritor más leído –más comprado- de su país de origen; en otra, es tan sólo un hombre, es decir, todos los hombres.
En todas queda ciego.
La primera vez porque tuvo la suerte –la desgracia- de encontrar, en los anaqueles de
En la siguiente, la ceguera fue producto de una enfermedad congénita. Mientras leía en el tren, supo que sus ojos ya no le respondían cuando, frente a un cambio brusco en la luz, las letras del libro comenzaron a borrarse y confundirse.
En un segundo todas esas vidas se cruzan a la vez en la mente de Juliana. Ella los ve y los describe. Ellos la ven, lo cual nunca antes había ocurrido, y se ven entre ellos.
El primero estaba en el escalón decimonono de una casa en la calle Garay. El verdadero había aparecido ahora en la mente de una mujer. Como el anterior, éste debía ser terminado. Y lo fue.
Esto no sucedió jamás.