sábado, junio 20, 2009

Aymará

Aymará sonríe y es –quiere ser- feliz.
Por el espacio entre la puerta y el marco, lo observa dormitar suavemente. La computadora, aún prendida, la recibe con los correos que fueron el puente mágico entre ellos. Ve en sus palabras –en las suyas, en las de él- la perfecta construcción de dos seres inexistentes. Incluso el intento desesperado por evitar tanta ilusión desenfrenada sólo trajo consigo la pura y completa idealización.
Ahora se sienta y busca, de nuevo. Sabe que la magia ha acabado por estrellarse contra la realidad. Que nada es idílicamente maravilloso, y ella lo es menos que cualquier otra cosa.
Busca y encuentra al nuevo ingenuo del que se enamorará perdidamente, para siempre.

***

Abre los ojos a un nuevo día. Puede sentir que el placer de anoche no ha sido tan sólo soñado, al parecer esta vez tiene también algo de real.
Siente los ronquidos. Le molestan. La piel de su rostro está seca, tirante. El olor tan ajeno de la montaña de colillas en el cenicero la repugna, y esa sensación de tener la boca pastosa y atestada de diversos sabores le provoca nauseas.
No ha cambiado sustancialmente –como estaba segura de que ocurriría-. El vacío continúa allí, un poco hacia abajo y a la izquierda, luchando por ganarle terreno al hueco donde está – donde debiera estar- su corazón.
Estira con precaución una pierna, y roza con suavidad el peso del cuerpo a su lado.
Abre los ojos por primera vez y lo ve como jamás lo ha visto: como si fuera él, no ella. Ya no ella, nunca más.
Se levanta caminando descalza hasta la sala de estar. No se lava la cara, no se enjuaga la boca, ni siquiera se viste. Siente la alfombra bajo sus pies, sube la temperatura del termostato y prende la computadora.
Ahora sí. Mira afuera, piensa, sonríe al nuevo día.
Este nuevo día en el que vuelve a ser ella, sola. Este nuevo día en el que volverá a comenzar.
Prepara un café: caliente, amargo, fuerte y escaso. Exactamente como debe tomarse. Se sienta frente al monitor y emprende el viaje.
Enfrentada con ese mundo que la ha llevado hasta esa cama, retoma la búsqueda de su yo verdadero, aquel que la deje caer y caiga con ella.
El uno que sea ella en ella, que le quite una a una todas las armaduras –que son sus armas- y la deje indefensa a su merced.
El uno que sea ella, porque ella, se sabe, sólo puede enamorarse de sí misma.