Eran las seis cuando se prendió la pequeña radio, como todos los días.
Se levantó sin meditar -nadie nunca medita sobre estas cosas- en qué podían estar viviendo justo en la casa de al lado.
Preparó los mates, abrió despacio la puerta de la habitación nuevamente, y entró en penumbras para despertar a Mary.
-Hay golpe – dijo en un suspiro.
Ella lo miró llevándose la bombilla a la boca.
-Será para mejor, esperemos, pero no dejes de tener cuidado.
Cruzaban palabras mientras él buscaba su saco de gamuza marrón forrado por dentro con corderito y la boina. Intentaba no mirarla para que no se diera cuenta de que estaba preocupado, aunque sabiendo que ella ya sabía.
-No va a pasar nada, Mary, aunque sea van a acabar con este quilombo. A la tarde estoy de vuelta. ¿Terminarán con todo hoy? – preguntó mientras la besaba suave pero firmemente en la frente.
-Sí. Ayer Eli nos ayudó también, si hoy vuelve a estar de humor tenemos todo listo antes de que vuelvas. Si no, para la tarde ¿está bien?
Jorge asintió. Sabía que Mary no quería dejar de trabajar, aunque fuera de aquella manera, y que a Marita no le venían mal los mangos para comprarse los discos del flaco que le gustaban, pero a él lo habían criado de otra forma.
Si hubiera podido elegir, nunca se habría ido de la estancia de Brandsen. Aunque, claro, cada vez que esa idea lo atravesaba se reprochaba esa idiotez que le habría costado no encontrarse nunca con Mary.
Pero si hubiera podido elegir, habrían vuelto todos al campo. A la casa de adobe y madera. A las vacas ordeñadas a las cinco de la mañana, al mate con pan casero untado en manteca fresca, al canto del gallo a la madrugada, al patrón prestándole los caballos. Cómo le hubiera gustado enseñarle a Marita a montar uno de esos animales. Solía verla tan libre, tan renegada, tan ingobernable. El día en que nació, cuando le preguntaron cómo era, no había tenido mejor respuesta que el decir que tenía una cara difícil, pero tan linda.
Antes de irse, entornó la puerta de los chicos y los observó dormir durante unos segundos. Meneó la cabeza, se calzó la boina y salió a la calle.
Había llovido a la madrugada y la calle era casi un pantano. Siempre sorprendió a su hija la habilidad que tenía para no ensuciarse en situaciones como esa. Caminaba despacio y seguro, sorteando los lugares en los que el barro era más líquido, evitando los charcos, sin apuro.
La fábrica estaba (sigue estando) a diez cuadras de la casa. Ya en la esquina, donde se levantan los paredones blancos que rodean el lugar, un colimba tenía la mirada fija en algún punto perdido sobre el polideportivo de en frente. Jorge cruzó la avenida prestando especial atención a los camiones en fila y a las decenas de jovencitos vestidos con camuflaje que encauzaban a los trabajadores que iban llegando. Los frenaban antes de cruzar el portón de rejas, y los cacheaban, dejándolos entrar de a uno.
Mientras avanzaba vio a uno de los cadetes mientras era apartado del grupo, Javier. Era compañero de Marita, su hija mayor, en el Industrial. Hacían el turno vespertino y nunca más supieron de él.
Tenía que hacer la ronda de control ese día, era miércoles y había pocos ausentes. Dejó el abrigo en el despacho, y se encaminó al área de empaquetado en busca de un mate.
Nancy lo tenía listo. El guardapolvo celeste le quedaba apretado por el sacón de lana que llevaba debajo. Tenía ojeras y la mirada perdida.
-¿Pasó algo?
-No creo que sea nada. Gabriela salió anoche otra vez. Estaba con Martincito y hablaban por lo bajo. Hacían mucho eso estos últimos días. Me desperté y no estaba. Tiene escuela hoy, es raro que no haya vuelto.
Jorge pensó en Marita y Elizabeth, durmiendo aún. Qué tranquilidad le daba el hecho de que nunca les hubiera dado por hacer esas cosas.
Chupó de la bombilla de plata y se quemó los dedos con el mate enlosado. Lo devolvió y dijo que volvería enseguida.
Tenían un millar de pedidos que entregar ese día. Tomó una caja cualquiera y la abrió. Jamás en todo su tiempo adentro de la fábrica dejó de maravillarse por la pureza de esa porcelana.
Recordó su primer día en ese mismo edificio. Tenía diecisiete años en 1959, y quedó maravillado al conocer cómo se molía el cuarzo con otros dos minerales de los que nunca había oído, el caolín y el feldespato. Más que el hecho de que esas rocas pudieran transformarse en algo tan blanco y puramente homogéneo, no dejaba de sorprenderlo el funcionamiento de esos molinos.
Eran como enormes batidoras. Los recipientes de acero se recubrían con piedras de río, -él mismo alguna vez viajó a Entre Ríos para buscarlas-, pequeñitas e incrustadas a presión hasta abarcar la totalidad de los cubos. Allí iban los minerales que terminaban hechos una pasta rosada luego de que al polvo se le incorporara agua.
Tan ávido estaba en esa época de aprender más y más sobre ese proceso que terminó desarrollando todas las tareas que abarcaba la elaboración, desde la preparación de los minerales, hasta buscar e incrustar las rocas en los molinos y controlar la cocción de las piezas.
Al principio sólo cambiaba las bandejas de los moldes durante los dos primeros horneados. Le causaba gracia el nombre de ese primer producto de los 900 ºC que alcanzaba el horno, el bizcocho, que luego pasaba al vidriado, a unos 1800ºC, de donde se obtenían las piezas lisas, del blanco más hermoso que él hubiera visto.
Lo último era el decorado. Ese fue el único estadío en el que Jorge nunca participó. Se hacían juegos especiales para cada tipo de cliente. La línea Gourmet, sencilla y resistente para el uso en restaurants, la Casual, que se vendía al público en general y la Premium, que fue la que le regaló a Mary cuando se casaron: fina, decorada con rositas rococó de color rosado. Todo el juego de té, el de almuerzo y el de cena.
El paquete que había abierto pertenecía a una partida para cafetería especialmente diseñada para ser enviada a todas las dependencias del gobierno de la provincia de Buenos Aires, y a algunos locales particulares de La Plata. Eran blanco mate, lisas, perfectas.
Chequeó que las manijas estuvieran bien armadas y horneadas, y así era. Mary no había perdido la mano para armar las pequeñas piezas. Y pensar que la conoció ahí, limpiando moldes, con dieciséis años y algunas canas –para los dieciocho ya tenía el pelo completamente gris, siempre corto. Jamás se tiñó-. Unos meses más tarde se casaron y estuvieron juntos hasta que un cáncer se lo llevó primero él, unos años después a Mary.
De ella había heredado Marita lo independiente, lo resuelta, lo terca y lo maravillosamente certera a la hora de juzgar a las personas.
Jorge tomó algunas tazas al azar y las dio vuelta para ver que el sello estuviera bien impreso. En cada revés podía verse el símbolo: dos alas unidas por una T capital, que rodeaban la leyenda “Porcelana Tsuji”, sobre la cual había una corona católica. El texto al pie rezaba eso que a él le provocaba más orgullo: “Hecho a mano. Industria Argentina”.
Una pequeña reseña de una historia y ahi confluyen muchas ideas, esas que van haciéndose a mano y que por ser pensadas me gusta compartirlas con vos.
ResponderEliminary la idea de una cara difícil me encantó