El lugar
Luego de una escalera que guía hasta un primer piso, y un pasillo con múltiples aberturas que se abren y cierran a ambos lados, al final del corredor, sobre la derecha de una ventana, la puerta de la habitación 123 se encuentra abierta.
El espacio comprendido por sus cuatro paredes alcanzaría para albergar una única cama con algún que otro sillón para las visitas y el lugar necesario para las maniobras de emergencia que pudieran ser necesarias; pero no es así. Al contrario.
Las dos camas mellizas, blancas y pulcras, que se acompañan paralelas en el interior de la habitación, la tornan pequeña e incómoda para todo tipo de movimiento que se intente realizar. La lentitud y cuidado que se requieren para desplazarse en ella, llevan a pensar en la odisea que implicaría llevar hasta el paciente más alejado de la puerta los elementos y las personas que demandaría evitar una convulsión o, por qué no, un ataque cardíaco.
Sobre la pared derecha a una distancia de menos de un metro se encuentra la abertura que da paso al baño cuyas dimensiones guardan una visible relación proporcional con la habitación a la cual corresponde.
El lugar entero pareciera irradiar lavandina diluida cuyo inconfundible aroma se filtra hasta lo más profundo de las fosas nasales. Tanto las paredes como el piso, con sus colores blanco y beige difuminados se ven impecables. Pueden percibirse a contra luz, incluso, las marcas recientes de los paños con que fueron higienizados.
Ambas camas están ocupadas por dos mujeres de edad, que descansan con las cabeceras reposadas sobre la misma pared del baño.
A la izquierda, el trayecto que sirve de mini pasillo para desplazarse entre las camas permite el paso de una persona por vez. En el centro exacto del espacio entre las dos camas, el corredorcito se ve mínimamente obstaculizado por un armatoste de frío y grueso metal negro que sostiene casi a la altura del techo un televisor que se encuentra apagado. El pequeño cartel pegado al costado de una ranura para monedas en ese soporte, informa acerca del valor del encendido del aparato: 1 peso la hora; 5 pesos el día.
Sobre la pared opuesta a la puerta de acceso al lugar, una ventana permite que unos pequeños hilos provenientes de la luz de la tarde bonaerense ingresen en la habitación. Esa es toda la iluminación que parecen permitir las pacientes a esta hora, para que los brillantes focos eléctricos no disturben su sueño post almuerzo.
Las cortinas denuncian una brisa aún invernal que penetra débil y casi imperceptible, refrescando el ambiente.
Al igual que el olor a lavandina, la baja temperatura que se mantiene da la misma sensación de esterilidad absoluta.
En la habitación todo es calma. Sólo se oyen los susurros de las conversaciones entre los acompañantes y las pacientes, que son suaves y pausados pues buscan no perturbar la tranquilidad del lugar.
Los escasos sonidos que quiebran aquel silencio provienen, apagados, del resto de la clínica. La risa de algún niño que ha entrado sin que el guardia se percatara, pues los menores de 12 años no deben ingresar a esta zona del establecimiento; el llanto solapado de un interno en la habitación contigua; los pasos apresurados de médicos y enfermeras; los sonidos que producen los encargados de la limpieza: la manija de un balde de plástico que cae y golpea el borde o el agua siendo abatida por el trapo de piso.
Durante la hora de las visitas es el único momento en el cual el ambiente entero del lugar cambia por completo.
Los pasillos y las habitaciones se colman de personas que hablan, ríen y lloran.
Al menos por un rato, la calma expectante que provoca el desconocer la razón por la cual nos encontramos aquí, así como el lugar hasta el que dicha situación nos guiará, parece desaparecer.
El dolor, el sufrimiento, incluso la muerte, tan presentes en estos lugares, son combatidos y olvidados... al menos por una hora cada día.
La persona
La desconozco recostada en esta cama de hospital.
Ella que es tan vivaz y movediza. Ella a la que le es imposible permanecer quieta e inactiva en el mismo lugar durante mucho tiempo.
Ella ahora está encadenada a esta cama, a este lugar, a este momento.
Sus ataduras son su propio cuerpo que no le responde como ella quisiera.
Al verme se sienta. Sus labios se permiten una sonrisa. Intenta tranquilizarme, y yo la dejo engañarse, creer que compro esa apariencia que me vende, como si no la conociera.
Sentada sobre el colchón, con ambas piernas estiradas, parece más chiquita que su metro 60 de estatura.
El escenario con todos sus elementos debe ser el que engaña mi percepción.
La arrugada piel de su rostro denota su edad que triplica mis 20 años, nada más.
Veo en sus ojos los míos, el mismo color de las almendras, aunque las de ella están ligeramente más tostadas. Aún así, su mirada parece ser más profunda, los años se la han acentuado, y este momento se la ha entristecido.
Se toca el pelo canoso y corto a la vez que intenta contener un bostezo y me cuenta acerca de la situación que la llevó aquí. Como uno de sus brazos enloqueció estando sola en su casa a la noche, como siempre. Y como supo que algo no estaba bien.
Está cansada, y se nota.
No puedo, ni quiero evitar acariciarla suavemente. La veo tan débil, tan indefensa.
Siento el olor de su piel al besarle la frente. No lleva el perfume que la caracteriza y que tanto le gusta.
Ella tan pudorosa, ahora me deja verla con su camisolín de algodón rosa.
No lleva ni su reloj ni su crucifijo, aunque mantiene la costumbre de llevarse la mano al cuello para tocarlo. Cuando lo hace, el bajo escote del camisón desciende aún más, y la cicatriz de la cirugía que le ha extirpado uno de sus pechos se ve claramente.
En lugar de ocultarla, la mira para luego mirarme directamente a los ojos e intentar sonreír otra vez.
Su piel y su cuerpo, tan libres y sueltos normalmente, ahora se encuentran henchidos y tirantes por la cantidad constante de suero y medicamentos que debe recibir.
No es ella y no lo será, pues, por ahora, no lo tiene permitido.
Quién puede saberlo, tal vez nunca más lo sea...
Luego de una escalera que guía hasta un primer piso, y un pasillo con múltiples aberturas que se abren y cierran a ambos lados, al final del corredor, sobre la derecha de una ventana, la puerta de la habitación 123 se encuentra abierta.
El espacio comprendido por sus cuatro paredes alcanzaría para albergar una única cama con algún que otro sillón para las visitas y el lugar necesario para las maniobras de emergencia que pudieran ser necesarias; pero no es así. Al contrario.
Las dos camas mellizas, blancas y pulcras, que se acompañan paralelas en el interior de la habitación, la tornan pequeña e incómoda para todo tipo de movimiento que se intente realizar. La lentitud y cuidado que se requieren para desplazarse en ella, llevan a pensar en la odisea que implicaría llevar hasta el paciente más alejado de la puerta los elementos y las personas que demandaría evitar una convulsión o, por qué no, un ataque cardíaco.
Sobre la pared derecha a una distancia de menos de un metro se encuentra la abertura que da paso al baño cuyas dimensiones guardan una visible relación proporcional con la habitación a la cual corresponde.
El lugar entero pareciera irradiar lavandina diluida cuyo inconfundible aroma se filtra hasta lo más profundo de las fosas nasales. Tanto las paredes como el piso, con sus colores blanco y beige difuminados se ven impecables. Pueden percibirse a contra luz, incluso, las marcas recientes de los paños con que fueron higienizados.
Ambas camas están ocupadas por dos mujeres de edad, que descansan con las cabeceras reposadas sobre la misma pared del baño.
A la izquierda, el trayecto que sirve de mini pasillo para desplazarse entre las camas permite el paso de una persona por vez. En el centro exacto del espacio entre las dos camas, el corredorcito se ve mínimamente obstaculizado por un armatoste de frío y grueso metal negro que sostiene casi a la altura del techo un televisor que se encuentra apagado. El pequeño cartel pegado al costado de una ranura para monedas en ese soporte, informa acerca del valor del encendido del aparato: 1 peso la hora; 5 pesos el día.
Sobre la pared opuesta a la puerta de acceso al lugar, una ventana permite que unos pequeños hilos provenientes de la luz de la tarde bonaerense ingresen en la habitación. Esa es toda la iluminación que parecen permitir las pacientes a esta hora, para que los brillantes focos eléctricos no disturben su sueño post almuerzo.
Las cortinas denuncian una brisa aún invernal que penetra débil y casi imperceptible, refrescando el ambiente.
Al igual que el olor a lavandina, la baja temperatura que se mantiene da la misma sensación de esterilidad absoluta.
En la habitación todo es calma. Sólo se oyen los susurros de las conversaciones entre los acompañantes y las pacientes, que son suaves y pausados pues buscan no perturbar la tranquilidad del lugar.
Los escasos sonidos que quiebran aquel silencio provienen, apagados, del resto de la clínica. La risa de algún niño que ha entrado sin que el guardia se percatara, pues los menores de 12 años no deben ingresar a esta zona del establecimiento; el llanto solapado de un interno en la habitación contigua; los pasos apresurados de médicos y enfermeras; los sonidos que producen los encargados de la limpieza: la manija de un balde de plástico que cae y golpea el borde o el agua siendo abatida por el trapo de piso.
Durante la hora de las visitas es el único momento en el cual el ambiente entero del lugar cambia por completo.
Los pasillos y las habitaciones se colman de personas que hablan, ríen y lloran.
Al menos por un rato, la calma expectante que provoca el desconocer la razón por la cual nos encontramos aquí, así como el lugar hasta el que dicha situación nos guiará, parece desaparecer.
El dolor, el sufrimiento, incluso la muerte, tan presentes en estos lugares, son combatidos y olvidados... al menos por una hora cada día.
La persona
La desconozco recostada en esta cama de hospital.
Ella que es tan vivaz y movediza. Ella a la que le es imposible permanecer quieta e inactiva en el mismo lugar durante mucho tiempo.
Ella ahora está encadenada a esta cama, a este lugar, a este momento.
Sus ataduras son su propio cuerpo que no le responde como ella quisiera.
Al verme se sienta. Sus labios se permiten una sonrisa. Intenta tranquilizarme, y yo la dejo engañarse, creer que compro esa apariencia que me vende, como si no la conociera.
Sentada sobre el colchón, con ambas piernas estiradas, parece más chiquita que su metro 60 de estatura.
El escenario con todos sus elementos debe ser el que engaña mi percepción.
La arrugada piel de su rostro denota su edad que triplica mis 20 años, nada más.
Veo en sus ojos los míos, el mismo color de las almendras, aunque las de ella están ligeramente más tostadas. Aún así, su mirada parece ser más profunda, los años se la han acentuado, y este momento se la ha entristecido.
Se toca el pelo canoso y corto a la vez que intenta contener un bostezo y me cuenta acerca de la situación que la llevó aquí. Como uno de sus brazos enloqueció estando sola en su casa a la noche, como siempre. Y como supo que algo no estaba bien.
Está cansada, y se nota.
No puedo, ni quiero evitar acariciarla suavemente. La veo tan débil, tan indefensa.
Siento el olor de su piel al besarle la frente. No lleva el perfume que la caracteriza y que tanto le gusta.
Ella tan pudorosa, ahora me deja verla con su camisolín de algodón rosa.
No lleva ni su reloj ni su crucifijo, aunque mantiene la costumbre de llevarse la mano al cuello para tocarlo. Cuando lo hace, el bajo escote del camisón desciende aún más, y la cicatriz de la cirugía que le ha extirpado uno de sus pechos se ve claramente.
En lugar de ocultarla, la mira para luego mirarme directamente a los ojos e intentar sonreír otra vez.
Su piel y su cuerpo, tan libres y sueltos normalmente, ahora se encuentran henchidos y tirantes por la cantidad constante de suero y medicamentos que debe recibir.
No es ella y no lo será, pues, por ahora, no lo tiene permitido.
Quién puede saberlo, tal vez nunca más lo sea...
NdA: estas descripciones respondieron a dos consignas del Seminario de Informe Especial, de la FP y CS de la UNLP; hay una tercera, que corresponde a una situacion y sera publicada mas adelante... y si, estoy monotematica, sepan disculpar...
Que lindo, pero que lindo que escribis, creo que si malharro las lee te pone la millonaria en la libreta. que hermosa, anda pensando el tema para una novela.
ResponderEliminarLeandro