Está encerrada. A veces cree que siempre lo ha estado. No conoce el sonido del agua en caída libre, ése que va unido de forma imprescindible a las gotitas en el rostro; no podría recordar qué gusto tiene una tarta de manzanas casera; no ha visto el sol ponerse; no sabe que aún quedan animales y plantas en algún lugar. Su vida es una sucesión de escenas de interior, mejor dicho, su vida es una sucesión de escenas en un único interior: la cama mullida y el aparato de teléfono con visor, internet, televisión. No sabría especificar qué es una radio. Tampoco tendría motivos para hacerlo. La música es parte del ambiente, la comida está servida –siempre-. No conoce rostros, ni siquiera el suyo. No tiene espejos, ¿para qué? Yo no podría describirla aunque quisiera. En Segunda Vida es de tez blanca y cabello negro. Es mujer y es hermosa. Pero de sobra sabemos que bien podría ser hombre, de cabello blanco y tez oscura. No sabe por qué tiene lo que tiene. No sabe para qué son las cosas, pero sabe hacer que funcionen. No sabe que ha habido un mundo antes que ella. Y, realmente, tampoco le interesa. No sabe que, hace algunos cientos de años, la realidad se creaba a través de pantallas. Jamás me creería si le dijera que ahora las pantallas se han vuelto su realidad.
¿Qué habrá sido ese ruido?, el gato de Cata, seguro; por qué mierda será que no me puedo dormir, esta panza ya me tiene harta, gordita, ¿cuándo te vas a dignar a nacer?, mamá tiene calor y ya está re podrida, mi sol, está cansada de sentirse gorda, de que la ropa que le gusta no le entre, de tener calor, de no poder dormir boca arriba ni boca abajo, con lo mucho que me gusta, Solcito. Otra vez el ruido, qué gata podrida, debe de estar meándome las plantas otra vez, mañana compro algo para que no se acerque más, que se joda por seguir hinchándome, y Cata, más vale que no venga a decirme nada porque ya le repetí un millón de veces que no quiero a la gata en mi jardín, para colmo después anda diciendo que estoy loca, como esa vez que la escuché hablando con la vecina: “Sisi, a Almendra no le gustan los gatos, es más, creo que tiene una obsesión con hacerles daño”, pero qué boludez, lo pienso y me enfermo de nuevo, qué problema hay si no me gustan los gatos, no me gustan y punto, tampoco los voy a andar matando, pero si siguen viniendo a romperme las plantas, no tengo mucha opción, si la dueña no los alecciona, lo haré yo. ¿Eso fue la puerta?, genial, llegó Sergio, salió temprano, deben haber apagado los hornos temprano, por el calor; después de que ponga el agua me levanto porque seguro que él tampoco puede dormir esta noche. Mañana debería llamar a mamá y preguntarle qué me puedo tomar, porque no soporto ya esto. Qué raro que no prenda la luz, por ahí piensa que va a molestarme.
-Estoy despierta, bebé, otra vez no me puedo dormir, prendé la luz tranquilo.
¿Por qué no me contesta?, puta, esta panza, dónde habré dejado las pantuflas, qué le pasará, ya veo que se llevaron a algún otro y está asustado de nuevo por si tenía el número de casa anotado en algún lugar; qué tipo perseguido, ya le dije un millón de veces que a nosotros no nos van a agarrar, no tienen por qué hacerlo, no conocemos a ningún zurdo, nunca hemos ido a ningún lugar de reunión comunista o clandestino, no escuchamos esas bandas de música subversiva con nombres raros, el Rey de no sé dónde, que para colmo intenta hacerse pasar por cocinero, no, para nada, no hay por qué estar tan paranoico.
-¿Qué pasa, Sergio?
Almendra no pensó más.
***
Las vidas paralelas debían ser lo más reales que fuera posible. Cada uno de ellos se constituyó como autor de una ficción puesta en escena de la que eran creadores y creados.
Alisa Fermín creó a Almendra Javieri de los dos nombres que más le gustaban y que serían los que llevarían sus hijos, cuando fuera que los tuviese.
Ese personaje recorría los espacios de militancia y reunión, algunos seguros, otros sospechados de estar en permanente vigilancia –es decir, absolutamente todos-. Cuando decidieron poner la bomba en el comedor de la Superintendencia de la Policía Federal, el 2 de Julio del 76, Alisa quedó atrapada dentro del recinto y murió junto otras 23 personas, aunque su cuerpo jamás fue identificado.
El cuaderno del militante montonero Pablo Jiménez llegó, casi destrozado por los balazos, a las manos del jefe del Grupo de Tareas de la ESMA, y la investigación en torno a esa mujer de la que sólo conocían el nombre se orientó, en primera instancia y como se hacía siempre, a la guía telefónica. Y allí estaba: Avenida Corrientes, número 645, departamento PB 1.
Sólo restó ir a buscarla.
Almendra Javieri –que para Alisa sólo había existido en su mente- está desaparecida desde el 26 de agosto de 1977.
El otro mira a través de la ventana, sentado en su sillón de mimbre sabe que ya es hora. Tal vez unos pocillos de té, tal vez un mate, aún no sabe qué infusión acompañará el momento. Lejos está esa Dinamarca medieval del príncipe shakesperiano, demasiado apartadas han transitado sus historias. El uruguayo desde hace algunos años desexiliado y en Montevideo nuevamente, como hace 84 años, no requirió matar a nadie –salvo, tal vez, en su mente-. Sin embargo, piensa ahora, él y su tocayo comparten irremediablemente el destino de todos los hombres. Sé que es inevitable, sé que ahí está, al final de todos los dolores, al final de todos los escritos. El punto aparte pero esta vez de verdad, la última imagen que nada tiene de perfecta ni de maravillosa. Hace tres años, cuando su Luz se extinguió finalmente, una de esas corazonadas que siempre tiene le advirtió que estaba cerca. Tocó a las puertas dos veces más antes de fin de año, y luego el refugio cumplió su cometido. Las letras, el descubrimiento de los haikus, -Ella que siempre acecha- la literatura que debería revelarle a las personas las cosas en las que no han pensado, lo encierran y la rechazan, y su cuerpo y su mente resisten aún por un tiempo. Hoy, 17 de mayo, el contador está llegando a cero. Sé que son casi las seis de la tarde, sé que esta vez ni siquiera el aislarme en mi mente podrá evitar eso que jamás he querido evitar. Sé que no habrá idilio, no habrá revelación, no habrá epifanía. Ahora, cuando el reloj señale las en punto, la brisa entrará con Ella y no habrá nada. Sólo, tal vez, el punto aparte y el resto de la página en blanco a la que no le sucederá nada proveniente de esta mano, nunca más.
PS: Originalmente en la revista digital de los Talleres de Comprensión y Producción de Textos I y II, Territorio de Palabras
Esto ocurrió tal cual lo remito. Las lentas horas transitaban calmas en su eterno paso, pero Juliana no podía dormirse. Intentó todo por sumir su mente en la tranquilidad e internarse en los vertiginosos pasillos del ensueño. Le habían recomendado (entre tantas otras medidas) leer hasta que a los ojos les costara vislumbrar los detalles; así conoció a Caronte, Virgilio y Beatriz en una noche y a Sherezade en otras, pero sin resultado evidente.
Encontró un compañero por aquellos días que le seguía el insomnio al menos de noche –que es cuando importa-. Le enseñó a jugar ajedrez. Se sumían noches enteras en un infinito partido inconcluso. Pero ella seguía sin dormir.
Por las mañanas, cuando él finalmente caía rendido, preparaba el mate, ese con las armas de la banda oriental que había recibido como herencia, y se sentaba en el sofá. Cierto día entre sus pensamientos recordó –si tal cosa es posible- la voz de alguien diciéndole que dormir es distraerse del mundo. Esa reflexión la tranquilizó: hacía meses que nada lograba distraerla.
De allí en más, fue invadiéndola una pesadez física cada vez más fuerte, sólo equiparable a la liviandad con la que su mente recorría inagotable e interminablemente el universo completo.
La lucidez frente a aquello que acontecía delante de sus ojos, en lo que ella no distinguía pero era el presente, se difuminaba en imágenes superpuestas de otras vidas, lugares y tiempos. Sus conocimientos se acrecentaban con cada segundo, no así su comprensión.
Al principio la consumía el vértigo. De una sola vez veía y sentía –es decir, conocía- el odio inconmensurable de una mujer hacia el causante de la muerte de su padre; la repulsión de un puñado de letrados por un monstruo demagogo de retórica (i)reprochable; lo intolerable de la realidad absoluta cuando es imposible olvidarla o desestimarla; el profundo amor de un creador por su obra, así sea esta inmaterial, indestructible, onírica, o meramente inexistente; la desesperación por intentar asir las palabras de un libro infinito; el placer de lograr describir lo indescriptible; el dolor de la lucidez.
Con el tiempo asimilará cómo cada sensación es siempre igual en sí misma, no importa qué la provoque ni quién la sienta.
Decidió escribir tanto como su constante experimentar mental le permitiera, transcribiendo lo más fielmente que le fuera posible todo cuanto conocía.
Se encerró, aún más.
Comenzó la historia –que no tiene comienzo verdadero- de Proteo, un señor que escribe. Él se jacta sólo de haber escrito uno o dos versos válidos, y de conocer la estética exacta de su paraíso: una biblioteca circular casi infinita, que contiene todo el conocimiento que ha sido alcanzado por la humanidad.
Proteo, en una vida, descubrió al verdadero autor del Quijote; en la siguiente, es el escritor más leído –más comprado- de su país de origen; en otra, es tan sólo un hombre, es decir, todos los hombres.
En todas queda ciego.
La primera vez porque tuvo la suerte –la desgracia- de encontrar, en los anaqueles de la Biblioteca Nacional, un ejemplar del Necronomicón descripto por H.P. Lovecraft. Sólo perdió la vista pues no llegó a leerlo, ya que de haberlo hecho habría muerto o caído en la locura. Sin embargo, jamás habló de ello.
En la siguiente, la ceguera fue producto de una enfermedad congénita. Mientras leía en el tren, supo que sus ojos ya no le respondían cuando, frente a un cambio brusco en la luz, las letras del libro comenzaron a borrarse y confundirse.
En un segundo todas esas vidas se cruzan a la vez en la mente de Juliana. Ella los ve y los describe. Ellos la ven, lo cual nunca antes había ocurrido, y se ven entre ellos.
El primero estaba en el escalón decimonono de una casa en la calle Garay. El verdadero había aparecido ahora en la mente de una mujer. Como el anterior, éste debía ser terminado. Y lo fue.
A Persio, por el último primer mes de nuestras vidas
Sucedió un domingo por la tarde. El día moría, la semana moría, ella también. Si de desencuentros está armada su vida, éste será el más grande, el verdadero, el definitorio. Estuvo desnuda para él mucho tiempo antes de estar desnuda en su cama. No indefensa. El error estuvo en no ver a su compañero en aquel que reposaba a su lado. En buscarlo sin cesar y por doquier, en que él los encontrara por ella, siempre, siempre con él de compañero. Debió preguntarse -antes de empezar a buscar- qué era exactamente lo que estaba buscando. Las almas gemelas pueden disfrazarse tras los verdaderos parecidos, que de tan acostumbrados que nos tienen, se camuflan pretendiendo no tener sentido. Ese domingo por la tarde, mientras el vapor se condensaba contra el vidrio y él dormía, ella se abstrajo por primera vez y lo miró. Quitándose el velo de amistad que se interponía entre ellos lo vio como nunca antes lo había visto: como si fuera ella y no él. No hay nada más difícil que encontrarse parado constantemente ante una cornisa y con un espejo de cristal en frente. Reflejo fiel que nos provoca a caer, prometiendo –eso sí- caer con nosotros.
Es algo un tanto académico, pero mío al fin. De paso miren el blog del Centro de Investigación en Lectura y Escritura, y diganme qué opinan, como siempre...
Aymará sonríe y es –quiere ser- feliz. Por el espacio entre la puerta y el marco, lo observa dormitar suavemente. La computadora, aún prendida, la recibe con los correos que fueron el puente mágico entre ellos. Ve en sus palabras –en las suyas, en las de él- la perfecta construcción de dos seres inexistentes. Incluso el intento desesperado por evitar tanta ilusión desenfrenada sólo trajo consigo la pura y completa idealización. Ahora se sienta y busca, de nuevo. Sabe que la magia ha acabado por estrellarse contra la realidad. Que nada es idílicamente maravilloso, y ella lo es menos que cualquier otra cosa. Busca y encuentra al nuevo ingenuo del que se enamorará perdidamente, para siempre.
***
Abre los ojos a un nuevo día. Puede sentir que el placer de anoche no ha sido tan sólo soñado, al parecer esta vez tiene también algo de real. Siente los ronquidos. Le molestan. La piel de su rostro está seca, tirante. El olor tan ajeno de la montaña de colillas en el cenicero la repugna, y esa sensación de tener la boca pastosa y atestada de diversos sabores le provoca nauseas. No ha cambiado sustancialmente –como estaba segura de que ocurriría-. El vacío continúa allí, un poco hacia abajo y a la izquierda, luchando por ganarle terreno al hueco donde está – donde debiera estar- su corazón. Estira con precaución una pierna, y roza con suavidad el peso del cuerpo a su lado. Abre los ojos por primera vez y lo ve como jamás lo ha visto: como si fuera él, no ella. Ya no ella, nunca más. Se levanta caminando descalza hasta la sala de estar. No se lava la cara, no se enjuaga la boca, ni siquiera se viste. Siente la alfombra bajo sus pies, sube la temperatura del termostato y prende la computadora. Ahora sí. Mira afuera, piensa, sonríe al nuevo día. Este nuevo día en el que vuelve a ser ella, sola. Este nuevo día en el que volverá a comenzar. Prepara un café: caliente, amargo, fuerte y escaso. Exactamente como debe tomarse. Se sienta frente al monitor y emprende el viaje. Enfrentada con ese mundo que la ha llevado hasta esa cama, retoma la búsqueda de su yo verdadero, aquel que la deje caer y caiga con ella. El uno que sea ella en ella, que le quite una a una todas las armaduras –que son sus armas- y la deje indefensa a su merced. El uno que sea ella, porque ella, se sabe, sólo puede enamorarse de sí misma.
En un pueblito del interior de la Argentina tiene lugar, de vez en vez, un fenómeno extraordinario: su lluvia no moja.
Algunos especialistas han asegurado que esto se debe simplemente a que quien suscribe conserva sus recuerdos de dicho lugar tan cuidadosamente teñidos de rosa, (ante el horror de numerosos espectadores, que se levantan ho-rro-ri-za-dos puesto que, todos lo saben, el rosa NUNCA combina con NADA), que ha borrado, casualmente, todos los aspectos desagradables concernientes al frío y la humedad extremas que en este pueblito encuentran su lugar. Este mismo personaje que ha decidido escandalizar a medio mundo con su aseveración, ahora afirma que en La Plata, ciudad sublime del mismo país si las hay, ha conocido un fuego que no quema. Y dice uno por generalizar, porque la verdad es que son varios, son muchos. Menos de los que uno quisiera, pero más de los que se imagina. Se generan, misteriosamente, del contacto casual/causal de dos cuerpos. Según aseguran los pirólogos, algunas personas se encuentran cargadas de una tremenda energía potencial. Como sus vidas transcurren pausadamente entre seres de cartón y hule, nuestros fosforitos nada tienen que temer a la posibilidad de encenderse (algunos ni siquiera saben que tal cosa es posible). En ocasiones ocurre que se encuentran con algún rayito de sol y humean juntos un tiempo, y entonces los fósforos se sienten bien, más grandes, más importantes, a veces hasta más felices engañados por la maravilla de sentir ese calorcito y por no concebir que sea posible algo mejor. Sólo muy raramente –más de lo que uno quisiera, pero menos de lo que nos imaginamos- dos fósforos se encuentran. Casualmente/causalmente se cruzan rozándose y chas… el fuego se enciende. Nuestros fueguitos de ninguna manera deben ser subestimados, puesto que sus chispas no queman en la medida en la que nuestras intenciones sean del todo co-rrec-tas y nos acerquemos a ellos con el sólo motivo de encender nuevos brotes, cuidarlos y quererlos como se merecen; pero si huelen (porque nuestros fuegos huelen, y vaya si lo hacen) una negatividad creciente en el ambiente, logran encenderse con toda su furia y calcinar a aquellos ma-la-on-da que intentan apagarlos por pura envidia. Tanto peligro se debe a que estos fueguitos tan bellos no animan a cualquiera. Al parecer, el pudor y la vergüenza pueblan los corazones de las personas, y el miedo, que es sonso, puede más que la pureza y la alegría para algunos. Una recompensa espera a los idiotas que no temen serlo. A esos fósforos siempre listos para encenderse si es que por casualidad/causalidad se topan con otro de su estilo, una vez que comprenden que tal cosa es posible. Ellos arderán. Sus cabecitas rosas (o fucsias, pero da lo mismo puesto que ninguno de los dos colores combina con nada) se prenderán con fuerza y rapidez, y arderán junto con sus cuerpos. Tanto arderán que sus cenizas fusionadas ya no podrán separarse, -ojalá-, nunca más.
La total y absoluta reza que lo que importa es visible y palpable. Que el mundo es lo que percibimos. Que Almendra está en este momento sentada pensando, escribiendo y, por tanto, existiendo. Como si el por qué hace lo que hace no importara. Como si algo de todo lo que hace fuera real y no tan sólo repeticiones sin sentido de cosas ya dichas, ya hechas, ya pensadas, ya vividas. Como si las experiencias no fueran en realidad alimento de la mente. Como si quién Almendra es no fuera todo eso que no logra verse en lugar de lo que está allí para que todos vean. Como si no fuera más ella por lo que caya que por lo que dice, porque dice demasiado, durante demasiado tiempo y nada de lo que es importante decir. Como si querer no fuera ese silencio de hoy, la risa de mañana y sus lágrimas de ayer. Como si el tiempo y las anécdotas le dijeran cuán importante es –debe ser- alguien para ella. Como si estas líneas dijeran algo cuando en verdad sólo piden que sientan. Como si despertarse fuera abrir los ojos en lugar de cerrarlos. Como si el sueño fuera la vigilia cuando la realidad está dentro suyo. Como si escribir tanto en tercera persona me alejara de esto que escribo cuando esto que escribo soy yo.
Son las seis de la tarde. La mesa está desordenada por las mil cosas que debería comenzar a estudiar, leer y corregir.
El mate, amargo y humeante, llega a sus manos y su mirada alterna la contemplación del recipiente, la yerba seca y la espuma, con la del cielo que suavemente comienza a perder su color celeste, dando lugar a la noche.
- ¿Qué hay en el horizonte?
- Todo. Pero está tan lejos.
- Tenés una sonrisa rara, Alu.
- Estoy contenta, mi vida.
- No lagrimees, entonces.
- No lo puedo evitar. Tanto empezando y terminando a la vez. Tanto tan hermoso, tanto tan triste.
- Sí, pero ya sabés eso de que los verdaderos amores nunca se acaban.
Almendra extendió el brazo sobre la mesa para tomar su mano, los dedos se enlazaron.
- Puede ser, tal vez por eso puede llegar este momento.
- Sí, y disfrutar lo que nos queda antes de que a vos te llame tu Europa querida, y a mí mis sueños.
Almendra sonrió mientras bajaba la cabeza para que sus labios alcanzaran la bombilla que se humedeció con sus silenciosas lágrimas.
- Las despedidas son… de esos dolores dulces…
Canturreó entre dientes, sonrisa en los labios. “Así que así es…llega cualquier tarde entre los mates de la puesta del sol y te deja con tanto detrás y tanto por delante, cambiándote la vida casi como sin querer”
Arrellanada plácidamente en su sofá de terciopelo verde, Almendra escribe. Por un momento atisba una figura por el rabillo del ojo. Gira el cuello y observa impasible su reflejo. Una nebulosa parece nublar levemente la figura que le devuelve la mirada, moviéndose con total independencia de su creadora, (a la que ha creado).
Extrañamente, la imagen no desapareció al ser descubierta. En lugar de evaporarse, como el producto del cansancio que es –que debe ser-, se irguió frente a ella y se observó en sus ojos, inclinando levemente hacia abajo la cabeza.
La escena se mantuvo inmutable durante un tiempo incalculable conformado por miles de miradas que cubrieron cada centímetro de los cuerpos, y de movimientos suaves, como intentando no asustar al otro, hasta que Almendra habló.
Se reconoció y habló para reafirmar aquel reconocimiento. Se vio en esos ojos no almendrados, en los centímetros más alto de aquel que la mira, en los varios años que deberá transitar para estar donde él, en esa tierra tanto más pequeña, en ese cuerpo opuesto. En los errores, el dolor, la valentía y las ganas de vivir.
Se vio en su mente, bailando alegremente y habló para reconocerse, dejar de saltar y mirarse, invalidando el reflejo.
Sabe que eso que siente es la sangre que fluye descontrolada. Sabe que lo que viene será –ya es- importante. Sabe que su cuerpo se encenderá con la misma intensidad que su mente, pero dentro de algún tiempo. El fósforo que serán –que son, que siempre han sido- probará ahora su resistencia.
Él la observa y sonríen juntos. El reflejo y ella. Él y su reflejo.
Él lleva cuatro décadas de buscarse. A través de libros, sonidos, lechos, besos y miradas. Siempre se ha recostado en el sofá para leer, sintiendo de vez en vez –a veces por períodos más cortos, otros por unos más largos- que su imagen lo observa.
Hoy tiene la misma sensación. Levanta los ojos y se encuentra en esos destellos almendrados, en los centímetros hacia abajo que debe atravesar para besar a aquella que lo mira, en los numerosos años más que posee, en esta tierra tanto más grande, en ese cuerpo opuesto, que deseará hasta que se consuman –sea cuando eso sea-.